Un bordador
Diego Pérez, de oficio bordador, murió quemado por la Inquisición en Lima. Huyendo de eso había salido de Madrid. En la calle de los bordadores, sólo uno se entero de su partida y fue a despedirlo llorando.
De cómo bordaba dan razón las sedas de la sala de juegos en el pabellón real de Aranjuez. Pálido testimonio, pues de aquella prodigiosa calle nada salió en los siglos, comparable a sus bordados.
Sólo alcanzaba quietud bordando. Llegó a Buenos Aires, no se atrevió a ofrecerse al virrey ni al obispo, trabajó para un talabartero. Pero sus manos no eran para eso. Volaban sobre seda o terciopelo. Dedicó sus horas libres a bordar un manto de la Virgen del Carmen que los ingleses se llevaron en 1806.
¿ Tenía mala suerte?
Era candoroso. Es difícil verlo como hereje. Su calvario empezó con una confidencia. Dijo a un colega que, de joven, él bordaba sus telas. Pero que en la actualidad no diferían bordante y bordado, al bordar se bordaba, el bordado lo bordaba y él al bordado.
El colega -aquel que llorando lo despidió- pensó en esto. Le pesó, pues lo admiraba.
En Lima reencontró la acusación. Gritó: ¡soy inocente! todo el tiempo. Lo quemaron.
Mientras barrían sus cenizas se apareció al Inquisidor, y a su colega, en la calle de bordadores. Lo vieron, luminoso, ondeando, como un pendón, las manos deformes por las agujas, negras por el fuego, echando rayos de luz por los clavos de Cristo. Las cacerías de gamo y las praderas que bordó lo recorrían.
Se esfumó, y sonriendo.
Sara Gallardo. El país del humo. 1977.
Diego Pérez, de oficio bordador, murió quemado por la Inquisición en Lima. Huyendo de eso había salido de Madrid. En la calle de los bordadores, sólo uno se entero de su partida y fue a despedirlo llorando.
De cómo bordaba dan razón las sedas de la sala de juegos en el pabellón real de Aranjuez. Pálido testimonio, pues de aquella prodigiosa calle nada salió en los siglos, comparable a sus bordados.
Sólo alcanzaba quietud bordando. Llegó a Buenos Aires, no se atrevió a ofrecerse al virrey ni al obispo, trabajó para un talabartero. Pero sus manos no eran para eso. Volaban sobre seda o terciopelo. Dedicó sus horas libres a bordar un manto de la Virgen del Carmen que los ingleses se llevaron en 1806.
¿ Tenía mala suerte?
Era candoroso. Es difícil verlo como hereje. Su calvario empezó con una confidencia. Dijo a un colega que, de joven, él bordaba sus telas. Pero que en la actualidad no diferían bordante y bordado, al bordar se bordaba, el bordado lo bordaba y él al bordado.
El colega -aquel que llorando lo despidió- pensó en esto. Le pesó, pues lo admiraba.
En Lima reencontró la acusación. Gritó: ¡soy inocente! todo el tiempo. Lo quemaron.
Mientras barrían sus cenizas se apareció al Inquisidor, y a su colega, en la calle de bordadores. Lo vieron, luminoso, ondeando, como un pendón, las manos deformes por las agujas, negras por el fuego, echando rayos de luz por los clavos de Cristo. Las cacerías de gamo y las praderas que bordó lo recorrían.
Se esfumó, y sonriendo.
Sara Gallardo. El país del humo. 1977.
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