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En su temprana juventud, conchabado ya como locutor en la radio, en Montevideo, comienza a despertar su vocación artística y su gusto por la bohemia, y la noche y sus fantasmas. Son tiempos de experimentos diversos, en los que pone a prueba su capacidad en diferentes quehaceres del arte. La parte medular de esa etapa de su vida transcurre en el Barrio Sur, donde habita en una casa frente a una plaza, a la que también da el cementerio; ese lugar -barrio de negros, de candombe, de carnaval, de llamadas, de gente humilde, solidaria y fraterna- deja su impronta en la sensibilidad del joven Alfredo Zitarrosa, que tiene, desde siempre, una inclinación particular: quiere parecer mayor, mostrarse como una persona seria y circunspecta, por el gusto de hacerlo y también, quizá, porque siempre aparentó tener menos años de los que tenía. Llegaba a tal punto esta obsesión, que hasta se puso anteojos, que no necesitaba, para aumentarse la edad. Con el tiempo, y ya en su oficio de cantor, siempre se presentaría en sus actuaciones, en el lugar que fuera, vestido a la manera tradicional, con traje y corbata y con una apariencia rigurosamente formal.
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