Libro de los pasajes, de Walter Benjamin
“El fragmento es el material más noble de la creación barroca”, advirtió Walter Benjamin en el Origen del drama barroco alemán.
Interpolar lo minúsculo para que “los pequeños particulares momentos” descubran “el acontecimiento histórico total” fue la divisa con la que intentó hallar los orígenes del presente.Imaginado primero como el proyecto de un texto que compartiría con su amigo Franz Hessel, luego como idea central de un ensayo jamás escrito –Pasajes de París. Un cuento de hadas dialéctico– y más tarde como continuación de Calle de un solo sentido, el libro de Los pasajes (Das passagen - Werk), la insólita empresa intelectual, nunca redactada, con la que Walter Benjamin pretendía trazar las coordenadas para crear una filosofía material de la historia del siglo XIX es quizá la obra más ambiciosa y audaz que acuñara pensador alguno en torno a la crítica de la modernidad. Durante trece años, comprendidos entre 1927 y 1940 (año de su suicidio en Port Bou, a la sombra de la persecución nacionalsocialista), Benjamin acumuló los materiales de lo que más tarde sería un enorme rompecabezas, objeto de infinitas especulaciones, un mapa inconcluso de los fenómenos sociales del mundo moderno sobre el que Rolff Tiedemann, editor de la publicación, fijó “algunas de las experiencias que se le impusieron en el curso de un trabajo de varios años [...] con la esperanza de ayudar al lector orientándole sumariamente en el laberinto que seguro le parecerá este libro”.
Apuntes, notas referenciales, citas, comentarios diseminados escritos en papeles de diferente tipo y formato, incluyendo algunas páginas de periódi-co, constituyen el bagaje documental de un proyecto cuyos registros oscilaban entre las ensoñaciones arquitectónicas de Haussmann y la publicidad, entre la figura del flâneur y todo tipo de rarezas que formaban parte de un entramado prácticamente invisible para quienes hasta entonces habían analizado ese universo social, Marx incluido (“No se trata de exponer la génesis económica de la cultura, sino la expresión de la economía en la cultura”). En ese territorio encuentra Benjamin los soportes elementales que deberían provocar “el despertar de un sueño”, el sueño hechizado del capitalismo, encarnado en la parafernalia seductora y voraz de la vida parisina, en asuntos tan disímiles en apariencia como proyectos urbanísticos, muebles, poemas, novelas, folletos, fachadas y, de forma decisiva, en la presencia de la calle como consumación de una nueva y gigantesca escenografía.La edición de Los pasajes, por vez primera en lengua castellana, no es un mero compendio de “brillantes aforismos e inquietantes fragmentos”, sino una extraordinaria red de pistas y testimonios que, no obstante su trama inacabada, revelan la clara aspiración por renovar los instrumentos y los métodos para penetrar un ámbito profundamente fetichizado. La montaña de documentos que forma el libro pone frente a nosotros la erudición y la fantasía desmesuradas de Benjamin, y nos deja ver en él a un pensador promiscuo que alterna la filosofía con la novela policíaca, la teología con el marxismo, la psicología con el urbanismo. Se trata de alguien que, sin vislumbrar contradicción alguna, combina el mesianismo judaico con la utopía. Él y Hassel tradujeron al alemán los tres primeros volúmenes de En busca del tiempo perdido. De esa novela Benjamin desprende una lección axial, viva a lo largo del libro de Los pasajes: aquélla relativa al hecho de que el pasado puede hacerse presente si el azar pone a nuestro alcance el objeto material donde quedó prisionero, puesto que el encuentro con el objeto libera al pasado que quedó atrapado en él. Bajo esta luz, es posible afirmar que la impronta de la literatura domina buena parte del horizonte teórico de la obra. Entre las fuentes primarias de las que surge el proyecto están Le paysan de Paris de Louis Aragon; lo mismo que Bouvard y Pécuchet, la también inconclusa obra de Flaubert, en la que el autor deseaba incluir un registro de los episodios más descabellados y heterogéneos tomados de la literatura y la historia de Francia para ser leídos por sus dos personajes protagónicos. No está de más decir que Benjamin convirtió esta obra inacabada en su libro de cabecera.A través de Los pasajes se percibe el aura de la prosa baudeleriana, el ceremonial luctuoso del barroco, la rebelión romántica y el vértigo de las vanguardias. Las ciudades son vastos depósitos de historia que pueden ser leídos como un libro si se cuenta con un código apropiado; son como sueños colectivos cuyo contenido latente se puede descifrar; espacios simbólicos a los que Jung y los surrealistas se habían asomado incipientemente. Los pasajes son cruceros no sólo de transeúntes y cosas, sino de pensamientos y voluntades con múltiples orígenes. Es justamente ahí, en este eclecticismo, donde Benjamin encuentra la vacuna contra las ortodoxias.Tal como sucedía con Foustel de Coulanges en La ciudad antigua, es muy probable que Benjamin viera en París el emblema paradójico de un mundo que, si bien había dado lugar a fenómenos inéditos, también era una continuación de las metrópolis fundacionales del pasado. Las ciudades levantadas por los modernos son también “topografías míticas” movidas simultáneamente por la fascinación y el desencanto, máquinas que seducen con interminables promesas frecuentemente incumplidas. Los territorios citadinos están unidos por un hilo civilizatorio que se proyecta en el tiempo, pero se distinguen en la sociedad burguesa por su estado siempre provisional. Allí se encuentran los tinglados de tránsito y realización donde se entrecruzan amos y esclavos, formando con su vida la peripecia cotidiana que da contenido y dimensión a la existencia común, dejando a su paso una profusa constelación de signos casi siempre imperceptibles para quien se encuentra inmerso en ellos.Dentro del horizonte geográfico e histórico del París de la segunda mitad del XIX, Benjamin se propuso una de las mayores aventuras intelectuales de la modernidad: reconocer el edificio de la sociedad burguesa mediante cada una de las partículas con que estaba construido. Toda sutileza, la más pequeña expresión de vida, se había de sustraer de la abstracción para aspirar a una construcción teórica consciente y coherente. En ese despliegue analítico se encontraba el núcleo de la civilización y su base material, así como la posibilidad de fundamentar –una vez reconstruida conscientemente esa materialidad– la verdadera crítica de una época. Se trata de una arqueología atípica que prescinde de la ruina, o se anticipa a ella, para entender y prefigurar su desmoronamiento.Los pasajes comerciales de la ciudad son el escaparate metafórico de un tiempo y una contundente señal de la apoteosis de una casta social y su ideología. En este universo dominado por la moda, el protagonismo de la masa, el espectáculo de la calle, la prensa, el surgimiento de las grandes vías de comunicación, el tedio (aspecto que Baudelaire convirtió en un tema central), el coleccionismo, la prostitución, el teatro de revista y la fe ciega en el futuro, no hay sino un enorme amasijo de fragmentos, objetos y asuntos diversos que deberían ser articulados por la teoría para desentrañar el fondo universal-histórico de esa sociedad: “Quien trate de acercarse a su propio pasado debe comportarse como un hombre que cava [...] Pues los estados de las cosas son sólo almacenamientos, capas, que sólo después de la más cuidadosa exploración, entregan lo que son los auténticos valores que se esconden en el interior de la tierra”, nos dice Benjamin en su Crónica de Berlín.Esa forma de proceder nos permite intuir una inclinación que hace único y especialmente corrosivo al pensamiento benjaminiano, ubicándolo en los márgenes de marxismo de su época y también del posterior: la constatación de que el materialismo histórico se encontraba en un callejón sin salida, falto de fundamentación teórica, alejado de la experiencia específica e intransferible de los hombres y mujeres concretos de una sociedad de la que se preparaba su caída; una teoría abstracto-conceptual incapaz de recopilar los escombros de ese mundo y su cultura, un pensamiento absorto, ensimismado en planteamientos cada vez menos conectados con la realidad.Es probable, como se ha dicho, que en una publicación póstuma, las Tesis de filosofía de la historia, se encuentren los fundamentos del misterioso libro de Los pasajes, el alma de sus bases metodológicas y el mejor sendero para acceder con cabalidad a su lógica y a su particular perspectiva de la trama social. En esas tesis Benjamin escribió: “No existe ningún documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de la barbarie”, sentencia que, como reparo y vaticinio, hace visibles los frágiles linderos de la condición humana.“Perderse en la ciudad como per-derse en un bosque.” Las ciudades también son lugares inventados por la voluntad y el deseo, por la escritura, por la multitud desconocida. En ellas el Angelus Novus extiende sus alas y sobre un plano señala el umbral del laberinto. ~
En 1935 el instituto que financiaba la obra de Benjamin le exige un esquema de la obra en proceso: en ese esquema queda perfilado con meticulosidad exquisita una nueva manera de abordar la historia social, abarcando el estudio de la arquitectura, las costumbres, la vestimenta, el diseño interior, la fotografía, el urbanismo, la literatura: todo.
Su nueva historia se proponía reconocer los monumentos de la burguesía como ruinas, antes de que tales monumentos fueran derrumbados.Esto de las ruinas es muy de Benjamin: al fin y al cabo, en su Tesis de filosofía de la historia define la historia como una serie de catástrofes en las que se apilan escombros sobre escombros que se van elevando a los cielos.
Se propuso, no tanto contar una ciudad a la que consideraba la capital del mundo, como dejar que la ciudad se contase por sí misma, con su prosa colectiva y desordenada, usando la técnica del collage -con la que había producido su más delicioso libro, Dirección única- para erguir un monstruo inmensurable hecho de muchos ojos, escaparates, faroles, avenidas, casas llenas de trastos y salones en los que sube al techo el humo de muchos cigarrillos.
No se puede completar el puzzle porque la aparición de cada pieza exige la presencia inmediata de otras nuevas. Sí, hay toda una enciclopedia sobre la historia de París, una antología de citas, aforismos corpulentos, pero el resultado es un tratado de coleccionismo fabuloso en el que París quiere caber entera, no sólo en un momento determinado de su existencia, sino simultáneamente con todos los latidos del pasado sonando en sus calles.
Y con tanta ambición terminó la obra irremediablemente siendo una sombra monumental. Lo que convierte en admirable su empresa, más allá de que sean muy útiles miles de datos de los recopilados en ella, es esa tentación a la que cedió a sabiendas de que sus fuerzas no iban a ser suficientes para llevarla a buen término (o simplemente para terminarla). Es obvio que el París de Benjamin carece de algo que acaso le hubiera venido bien para domar su gigantismo: una pulsión biográfica.
Si Berlín para Benjamin es una ciudad llena de recuerdos, que le invita a registrar su memoria y a hacer literatura con su experiencia, París es una ciudad llena de datos, en las que el yo no interviene para la confección de un monstruo que puede prescindir de su autor, enmascarado no en su enérgica y tantas veces melancólica voz, sino en una lluvia de párrafos traídos desde mil lugares distintos, creando un admirable ruido en el que lo que más echamos de menos es precisamente reconocer la voz de Walter Benjamin.
JUAN BONILLA -Lunes, 7 de febrero de 2005. Año XVII. Número: 5.537.
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