viernes, 14 de agosto de 2009

El dueño del fuego- S. Iparraguirre


La mañana ya había empezado con un pequeño malestar. O por lo menos esto es lo que la ordenada mente de la doctora Dusseldorff pensaría más tarde al salir del aula. El edificio era antiguo y frío; altísimas persianas de hierro dejaban pasar como a desgano esa ambigua claridad del invierno que obligaba a encender las luces, a no mirarse las caras, a hablar sin levantar la voz. En un rincón, el portero forcejeaba con la estufa a kerosene. Los asistentes a la clase de etnolingüística de la doctora Dusseldorff, en efecto, hablaban sin mirarse, en voz muy baja.
-¡Coño! -dijo el portero. La estufa exhibía un mecherito desarticulado y anacrónico. Una llama azul aparecía y desaparecía con pequeñas explosiones intermitentes. De golpe se apagó. Todos miraron a la doctora. El portero se levantó y dijo-: Ya vuelvo, voy hasta mi casa y traigo la mía. No se nos vaya a enfermar el aborigen.
El pronombre reflexivo o algo en el acento español del portero provocó discretas sonrisas entre los lingüistas y antropólogos. La clase, Lengua y Cultura del Chaco Argentino, debía comenzar en unos minutos. Se contaba con un indio: el toba Marcelino Romero. No podía tardar. Considerando que viajaba desde Villa Insuperable, el trayecto le llevaba poco más de una hora.
...
Todos se acomodaron en sus asientos; el antropólogo también. La clase comenzaba.
-La clase anterior-dijo la doctora a quien le gustaba ir directamente al punto-, habíamos llegado hasta la parte de caza y pesca, armas e implementos, ¿verdad?
Todos dieron cabezadas afirmativas.
-Bien, hoy no usaremos cintas grabadas dijo la doctora-. Vamos a retomar con el propio informante la parte correspondiente a pesca, Por favor, señor Marcelino, ¿cómo se dice "pescar"?
El indio los miró, después miró inexpresivamente la pared y dijo:
-Sokoenagan.
-Muy bien. Así que esto es "pescar".
El indio sacudió la cabeza. -No -dijo-. Yo voy a pescar.
-Ah, bien, la primera persona verbal. Entonces, usted va a pescar. -Lo señaló pero el indio no dijo nada-. Bien, pero, ¿cómo se dice "pescar"?, solamente eso.
-Sokoenagan -dijo el indio.
La doctora quedó con el bolígrafo en alto.
-Intentemos con la tercera persona. ¿Cómo decimos "él pesca"?
-Niemayó-rokoenagan -dijo el indio.
-Perfectamente -dijo la doctora y se explayó en consideraciones fonéticas. Durante los siguientes veinte minutos la clase avanzó muy lentamente.
-Recapitulemos -dijo, por fin, la doctora-. Pescar: sokoenagan; yo pesco: sokoenagan; tú pescas: aratá-sokoenagan; él pesca: niemayé-rokoenagan. Existe una glotalización con valor distintivo en...
El indio decía que no con la cabeza. Parecía que lo recapitulado no era correcto.
-¿Cómo? Dijo la doctora.
-Está sentada, todavía no fue -dijo el indio. Hubo un breve silencio.
-Un tiempo continuo o un elemento espacial en la conjugación -avisó la doctora a la clase-. Explíquese -dijo severamente. Por un momento pareció que iba a agregar "buen hombre" pero no fue así.
-Está sentado, pero todavía no fue a pescar. Está pensando -dijo el indio-, está pensando en ir a pescar. Lo estoy viendo cerca.... Diez minutos más tarde, el antropólogo golpeó las manos académicamente.
-Continuamos -dijo.
Mientras todos se ubicaban, él mismo salió y se dirigió a Arqueología. Cuando volvió a entrar traía dos arcos, varias flechas, tres lanzas de diferentes tamaños y un lazo hecho de fibras vegetales con complicados nudos en los extremos.
-Bueno, Marcelino -dijo el antropólogo, colocándose frente al toba-, reconocés estos elementos, estas armas... sostenía el arco y las flechas delante de los ojos del indio. Desde la silla, el toba miró los objetos. Levantó una mano y tocó con la punta de los dedos el arco. Bajó la mano.
-Sí-dijo-, sí.
-¿Alguno te llama la atención en forma especial? -continuó preguntando el antropólogo. El indio tomó una de las flechas, la más chica, sin plumas en el extremo.
-Esta es una flecha para pescar.
-Perfectamente. ¿Se utiliza con este arco? La clase pasada dijiste que tu abuelo tenía todas estas cosas guardadas en su casa.
De repente, el indio se puso de pie y se inclinó sobre el antropólogo. Todos se sorprendieron; el antropólogo dio un brusco paso hacia atrás. E1 indio le habló en voz baja.
-Por supuesto, Marcelino -el antropólogo intentaba reír- por supuesto. -Marcelino pide permiso para quitarse el saco y estar más cómodo para reconocer el arco -informó a la clase.
Se oyeron unas risas aisladas, nerviosas. La doctora, completamente seria, anotaba algo en su libreta de apuntes. El indio colocó cuidadosamente el saco en el respaldo de la silla. Después tomó el arco. En las manos del indio, el arco dejó de ser una pieza de museo y se volvió un objeto vivo. Sus manos, anchas y morenas, lo recorrían parte por parte. No había ninguna afectación en ese reconocimiento. Su disposición era la de alguien que sabe muy bien lo que va a hacer. Con una mano sostuvo el arco y con la otra tomó las flechas.
-Esta es de caza -dijo sin dirigirse a nadie. Paradójicamente se veía mucho más corpulento sin el saco. Su cuello y sus hombros eran poderosos. En su frente, inclinada para observar mejor los objetos, se marcaba una vena desde el entrecejo hasta el nacimiento del pelo. Todos lo miraban con curiosidad. No parecía el mismo que hacía unos minutos contestaba pasivamente las preguntas de la doctora-. Y ésta es la de guerra. Al decirlo el indio miró al antropólogo. La flecha que sostenía era la más grande, con un penacho de plumas de colores en el extremo.- Mi abuelo decía que Peritnalik nos mandaba a la guerra a los hermanos. -Miró otra vez al antropólogo y después a todos; antes de que el antropólogo hablara, dijo.- Peritnalik, Dios, El Gran Padre, el que manda los espíritus a la llanura del indio.
Algunos tomaban notas. La mayoría clavaba una mirada ansiosa en el toba. No podía decirse que estuviera haciendo nada impropio, pero algo había en su manera de pararse y de tomar el arco que sobrepasaba los límites de una clase en el Instituto. El antropólogo se había sentado cerca de la puerta, a un costado del indio, y lo observaba. Trataba de aparentar interés pero era evidente que estaba algo desconcertado e incómodo.
El toba, con una destreza sorprendente, tensó la cuerda y la amarró al extremo del arco. Todos los ojos estaban fijos en sus manos. Una ligera inquietud se pintó en las caras. En realidad, nadie conocía bien a ese indio. Habían dado con él por casualidad y había resultado particularmente oportuno para ilustrar las clases de la doctora Dusseldorff. Como para retomar el hilo perdido de la clase, el antropólogo preguntó:
-Cómo se dice "flecha", Marcelino.
El indio levantó bruscamente la cabeza. Hichqená -dijo.
-Podemos establecer una comparación con la terminología mataca que...
El antropólogo debió interrumpirse. El indio, con las piernas separadas y firmemente plantado, tensaba el arco como probándolo. Una parte de su pelo, renegrido y duro -de tipo mongólico, pensó automáticamente el antropólogo- se había deslizado de atrás de su oreja y le caía sobre la cara. La mano oscura alrededor de la madera se veía enorme. Una energía insospechada hasta entonces -en las clases anteriores el indio había permanecido siempre respetuosamente sentado en su silla- irradió de su cuerpo, una fuerza recíproca entre su brazo y la tensión del arco, una especie de potencia masculina, en fin, que fastidiaba especialmente a la doctora Dusseldorff, habituada a las jerarquías asexuadas de la ciencia. Con voz gutural, el toba dijo:
-Kal'lok-y repitió más fuerte-, Kal'lok.
Nadie anotaba ya las palabras. Con una agilidad que dejó a todos en suspenso, el indio se agachó y tomó una flecha, la más larga, con el penacho de plumas. El antropólogo se levantó de su silla. Estaba pálido. La doctora había dejado su cuaderno de notas sobre el escritorio.
-Creo que no es necesario... -empezó a decir.
-¡Ena...! ¡Ená...! ¡Peritnalik! -la voz profunda del toba rebotó en las paredes.
Varios cuadernos de notas cayeron al suelo. El indio había colocado la flecha de guerra en el arco y volvía a tensar la cuerda. Había quedado de perfil a la clase y en esa actitud era muy fácil imaginar su torso desnudo, como en un sobrerrelieve. La flecha ocupaba exactamente el vacío de la tensión. Su punta alcanzó casi la altura de los ojos del antropólogo. La doctora tenía la boca abierta.
-Hanak ená ña'alwá ekorapigem ramayé mnorék, ramayé lacheogé, ramayé pé habiák... murmuró la voz ronca del indio. Estaba inmóvil. Sólo sus ojos describieron, lentamente, un semicírculo que los abarcó a todos. Algunas cabezas iniciaron el movimiento de ocultarse tras la espalda de los que tenían delante. En el fondo del aula, una chica se puso de pie.
-Kal'lok -dijo el indio.
El silencio pesó como una losa.
El toba bajó, despacio, el brazo y destensó el arco. Con delicadeza sacó la flecha y la colocó junto a las otras. Apoyó el arco en el respaldo de la silla. Retiro el saco y se lo colgó del antebrazo.
El aula, de a poco, empezó a cobrar vida. Hubo carraspeos, personas que se inclinaban buscando en el suelo sus cuadernos de notas, algunas toses aisladas. El antropólogo, todavía pálido, encendió un cigarrillo y se aproximó al indio.
-Perfectamente, Marcelino, perfectamente -dijo.
Esto devolvió a la clase su capacidad de expresión. En general, se intentaba averiguar quién había tomado notas. Recorrió el aula la información de que lo dicho por el toba había sido una oración a Peritnalik. Algo como "... el dueño del fuego, el dueño de la noche y de la selva..." y también algo más, pero no se podía asegurar.
Rápidamente, se reunió el dinero con que se pagaba la colaboración de Marcelino Romero. Uno de los alumnos se lo entregó sin mirarlo.
El antropólogo y la doctora Dusseldorff salieron últimos. La clase no había sido satisfactoria. Consideraban, académicamente, la posibilidad de conseguir otro informante. Tal vez un mataco con mayor disposición. La buena disposición es fundamental para los fines científicos.

de "En el invierno de las ciudades" Publicado por Ed. Galerna, 1988.


Sylvia Iparraguirre nació el 4 de julio de 1947 en Junín, provincia de Buenos Aires. Fundó, junto a Abelardo Castillo y Liliana Heker, la revista literaria "El ornitorrinco" (1976-1986). Es autora de los libros de cuentos "En el invierno de las ciudades" y "Probables lluvias por la noche", entre otros. Publicó también las novelas "El parque" y "La tierra del fuego". Recibió el Primer Premio Municipal de Literatura (1988), el Premio de la Crítica en la XXV Feria del Libro de Buenos Aires, el Premio Club de los XIII y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz (1999).



Audiovideoteca Ciudad Bs As:

http://www.buenosaires.gov.ar/areas/com_social/audiovideoteca/literatura/iparraguirre_bio2_es.php



"En la Patagonia queda cierto salvajismo". Entrevista con la escritora Sylvia Iparraguirre:
http://www.educared.org.ar/imaginaria/11/2/patagonia.htm

Lecturas de Mar

"Me empiezo a interesar por la figura de Jemmy Button, que es el personaje de "La tierra del fuego" a través del cual yo llego a la Patagonia. Yo ya empiezo, como nos pasa creo a todos los escritores, no ya a escribir sobre lo real -si es que hay un término que puede abarcar todas las experiencias de lo real digamos, convencionalmente, para llamarse de lo real- sino sobre todo lo que uno ha leído.
Yo creo que un escritor está parado sobre dos pisos: uno es su propia experiencia vivida y otra es los libros que ha leído. Al menos, mi experiencia es esa.
Yo nunca escribo sobre "mi experiencia vital", ése es el lugar, la veta donde yo voy a buscar los sentimientos de los personajes, las sensaciones y demás. Pero la otra fuente sin dudas es lo que he leído. Todo lo que he leído, desde "Robinson Crusoe", que fue mi primer libro sin imágenes que leí, qué se yo, a los 10 años, una cosa así.
Creo que estoy formada de mis experiencias vitales, y formada por mis experiencias de lectura, a la que voy también. Entonces cuando yo entro en "La tierra del fuego", cuando empiezo a pensar en una novela, yo ya estoy formada por todas mis lecturas de mar que siempre me fascinaron. No m e gustaron las lecturas para niñas, aunque las leí. Leí "Mujercitas", "Una guirnalda de flores", "Ocho primos", es decir todas las de la colección Robin Hood, pero ninguna fue tan decisiva como "Robinson Crusoe"."

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